El cielo que antes se vislumbraba como un lienzo grisáceo, ahora estaba siendo devorado por una masa de nubes de un color púrpura oscuro, casi negro, que se movía con una velocidad inusual. Un olor ácido y metálico, un recordatorio del apocalipsis, flotaba en el aire. La herida en el hombro de Luján ardía, y el dolor se intensificaba, una advertencia de que la sangre ácida de la lluvia era una amenaza que no podían ignorar.
Luisa, con los ojos clavados en su pequeña brújula, notó un cambio en la aguja. "La radiación... se ha disparado. Es el comienzo de una lluvia tóxica." Su voz temblaba. Ricardo, con el arco tenso, apuntaba al cielo como si pudiera derribar las nubes. “Ya es muy tarde para advertirles.”
El ingeniero, con voz temblorosa, respondió: “Son bombas de humo, tecnología militar antigua. Las usan para ocultar barcos de asalto... o lo que queda de ellos.” Los ojos de Luján se llenaron de pánico. El plan de advertir a la ciudad se había desvanecido. Habían demorado demasiado. No por la lluvia, ni por las heridas, sino porque la guerra había llegado antes que ellos.
El grupo, agotado y desesperanzado, continuó la marcha. Los caballos relinchaban, nerviosos. La joven no paraba de temblar. El silencio de las ruinas fue roto por un estruendo. No fue un trueno, sino el sonido de una explosión en la distancia, que hizo temblar el suelo bajo sus pies.
Al llegar a la cima de la última colina que daba a la ciudad, el corazón de Luján se detuvo. El hexágono, que siempre había sido un faro de seguridad y orden, ahora era una silueta rota y humeante. Barcos de guerra, casi fantasmas en el aire enrarecido, disparaban contra lo que quedaba de los muros. El humo se mezclaba con la ceniza que antes había sido la ciudad que llamaban hogar. Era una carnicería.
Luján y Ricardo cayeron de rodillas. Era un saqueo, una masacre. La tecnología de la Reina había superado por completo la defensa de la ciudad. Los gritos de las personas que habían conocido, las vidas que habían prometido proteger, eran ecos ahogados en el viento. Habían sido una distracción. El globo, la Reina, los mercenarios... todo era parte de un plan para que el grupo de Luján no estuviera en la ciudad, mientras la fuerza principal atacaba sin piedad.
Mientras los barcos se alejaban lentamente, Luján divisó un movimiento. Los mercenarios, los mismos con los que habían peleado, se llevaban lo que querían. Eran saqueadores, pero también la punta de lanza de la Reina. El mundo que conocían había colapsado, y el suyo acababa de terminar.
Se dieron cuenta que no habían pasado ni 15 minutos desde que los vieron y la ciudad ya no existía.
Luisa no pudo contener las lágrimas. “No hay sobrevivientes…” El viento se llevó los gritos, y el silencio volvió a reinar.
A medida que el grupo se acercaba a Nueva Montevideo, el hedor a metal quemado y carne chamuscada se hizo insoportable. Los muros, seis metros de alto y casi impenetrables, ahora yacían en el suelo, reducidos a escombros. La única entrada, una puerta de acero de cinco toneladas, había sido arrancada de sus bisagras y retorcida como si fuera una hoja de papel. Un silencio ominoso cubría lo que quedaba de la ciudad, un silencio roto solo por el crujido de la ceniza bajo los pies de los caballos. No quedaban gritos. No quedaban súplicas.
Luján, con el rostro endurecido, desmontó y caminó entre los restos. Ricardo se arrodilló, con el arco bajado, su mirada perdida. La visión de la carnicería era insoportable. Cuerpos diseminados por doquier, algunos carbonizados, otros con las heridas de las armas que habían visto en los mercenarios. Era una masacre. Los asaltantes no habían buscado prisioneros ni recursos, solo la destrucción total. Habían arrasado con la ciudad y sus habitantes, como si fueran una plaga.
Luisa no pudo contener las lágrimas. Su cuerpo se sacudía de impotencia mientras observaba la devastación. Habían creído que eran diferentes, que su ciudad sería un refugio, un nuevo comienzo. Pero la guerra no había terminado con la tercera guerra mundial, solo había estado latente, esperando el momento de resurgir.
"¿Por qué?" susurró Ricardo. "Nosotros... nosotros teníamos un acuerdo. Un pacto de no agresión. ¿Por qué hicieron esto?"
Luján se detuvo frente a un muro derruido, sus ojos fijos en un pequeño rastro de alambre enterrado en el lodo. Una pequeña caja metálica, un detonador, era visible entre los escombros. No era una mina para defenderse. Era un regalo de despedida de los saqueadores, un último recordatorio de su poder. Era una trampa. Habían reducido la ciudad a cenizas y ahora habían colocado minas para asegurarse de que nadie pudiera reconstruirla.
El detonador se activó. Una explosión ensordecedora rompió el silencio de muerte. Ricardo gritó. Luján sintió el dolor de nuevo, esta vez de forma más intensa en su hombro, pero no era su propia herida. La onda expansiva lo empujó hacia atrás, pero su cuerpo no cayó. Luisa estaba en el suelo. Luján se incorporó, intentando ver a su amiga. Todo a su alrededor se volvió una explosión tras otra, mientras el campo minado se activaba. El suelo se volvió una trampa.
Ricardo lanzó una flecha que se perdió en la neblina. La joven y el ingeniero corrieron desesperados hacia el caos, intentando sobrevivir. Una explosión hizo que Ricardo y el ingeniero cayeran. La joven, que había corrido desesperada, tropezó y también cayó al suelo. Luján intentaba correr, su mente en blanco, su cuerpo solo impulsado por el instinto. Escuchó un grito. Los gritos de sus compañeros se mezclaban con el ruido de las explosiones, antes de que el silencio volviera a reinar.
"En el mundo de hoy, entre las fauces de los depredadores, el único modo de sobrevivir es siendo un depredador"
La historia de Nueva Montevideo había terminado, igual que la de la vieja, con un estallido que no dejó nada. No había un final feliz, no había sobrevivientes. Solo el cruel recordatorio de que, en un mundo post-apocalíptico, la guerra nunca termina, solo
cambia de bando.
