Entre las fauces de los depredadores parte 2

 


El humo se elevaba como un dedo acusador hacia el cielo casi azul, un presagio de algo antinatural. Luján hizo una seña, deteniendo a Ricardo y Luisa. Sus caballos, acostumbrados a la cautela, se detuvieron en seco. Ricardo tensó el arco, su mirada fija en el horizonte, calculando distancia y dirección del viento. Luisa, con una pequeña brújula en mano, consultaba un mapa del siglo XXI, una reliquia laminada que se deshacía lentamente por el tiempo.

"Está a unos cinco kilómetros", susurró Ricardo. "El viento viene de allí. No podemos acercarnos así."

"No es un incendio", murmuró Luisa, los ojos fijos en el mapa. "El viejo mapa no muestra nada importante en esa zona, pero sí algunas áreas intactas. Los fantasmas de la ciudad original eran más peligrosos que los muertos… lo que quedó en ellos."

Luján se bajó del caballo, sintiendo el crujido de la tierra seca bajo sus botas. "Fantasmas o no, algo está ardiendo. Podría ser un campamento… o algo peor." Su voz era firme, pero la tensión en su rostro era evidente. "Rodeemos el cráter, el que el mapa llama 'Lago de las Almas'. Es más largo, pero al menos tendremos cobertura."

La marcha se volvió sigilosa. Cuando llegaron al borde del cráter, un kilómetro de depresión y agua negra los esperaba, rodeada de rocas deformadas y árboles sin hojas. El aire parecía vibrar, y un silencio inquietante lo invadía todo.

Ricardo fue el primero en notar algo: "Hay huellas… no son de animales. Vehículos pesados, recientes."

Luján se arrodilló para examinarlas. "No son de aquí. Y son muchas…" La preocupación se extendió como un frío por sus espinas dorsales.

El humo negro se hacía más denso. Una ráfaga de viento trajo olor a gasolina quemada y un grito humano, seguido de un estruendo metálico.

"¡Corran!", gritó Luján, saltando al caballo. "¡Tenemos que ver qué pasa!"

Al doblar la colina, lo vieron: un camión volcado en llamas, rodeado por una docena de figuras encapuchadas, algunas saqueando, otras levantando un campamento improvisado. En el centro, dos personas atadas a un poste de luz luchaban por liberarse.

El globo que los seguía se cernía por encima, pero sus ocupantes ignoraban la escena. "Vienen del oeste, son tres: ingeniero, médico y guerrera. Caballos, armas… no buscan recursos, buscan algo más grande. Avisen a la Reina", dijo uno.

La Reina, a veinte kilómetros, escuchó. "Mis ojos lo ven. Quiero a los tres, vivos o muertos. El ingeniero y el médico deben sobrevivir."

Luján tragó saliva. Una pelea directa era imposible, pero no podían dejar a los prisioneros.

"Ricardo, usa una flecha de humo para distraerlos. Luisa, busca un punto alto, necesitamos tus ojos", susurró.

Ricardo disparó la flecha incendiaria. El humo se alzó, oscuro y amenazante. Luisa lanzó una piedra a la ventana del edificio donde estaba el francotirador. El cristal se hizo añicos.

Luján, como sombra entre escombros, llegó a los prisioneros y cortó sus sogas. "¡Corran!"

Cuando creían escapar, uno de los encapuchados los vio. "¡Disparen!"

Se desató el caos. Ricardo y Luisa disparaban flechas, cubriendo la retirada. El francotirador apuntó a Luján. Corrió hacia un auto destrozado, pero un disparo le alcanzó el hombro; cayó de bruces, el dolor cortándole la respiración.

"¡Luján!", gritó Ricardo.

Sacando fuerzas, Ricardo lanzó una flecha que atravesó al francotirador. Los mercenarios se dispersaron, y los prisioneros estaban a salvo.

Las tropas de la Reina se acercaban. Luján respiraba entrecortadamente, el dolor y el alivio mezclados. La misión había continuado, pero a un costo que se sentiría en cada paso.