Entre las fauces de los depredadores: Parte 1


Después de la Tercera Guerra Mundial, los sobrevivientes se establecieron en las ruinas de las ciudades. Muy pocas quedaron en pie, y las que lo hicieron eran una sombra distorsionada de lo que fueron.

Pasaron casi 50 años. Los cielos grises empezaron a dejar pasar la luz del sol, que calentó el suelo y descongeló la tierra. La guerra había diezmado a la población, borrando países enteros y culturas perdidas en los páramos radiactivos, con selvas devastadas por los incendios. Pasaron otros 50 años más y la Tierra empezó a ponerse más verde, el agua de los océanos recuperó su color azul, dejando atrás la mezcla de rojo y negro. Eran síntomas de que la enfermedad estaba remitiendo, de que la infección humana estaba siendo contenida.

Los humanos restantes aprendieron que estaban solos y aislados. Cada territorio en pie comprendió que nadie traería ayuda. Las ciudades, antes de kilómetros de extensión, se volvieron más pequeñas. Algunas eran más bien aldeas con perímetros de madera y metal reciclado; otras, de piedra. Al final de lo que una vez fue la capital nacional más austral, se encontraba Montevideo. Las bombas nucleares no la esquivaron, pero la suerte quiso que el viento limpiara el aire rápidamente. Sin embargo, una ciudad de un millón y medio de habitantes se transformó en un asentamiento de menos de 10.000 personas.

Al principio fue un caos. La sangre, las balas y la muerte llegaron después. De las 5345 almas que quedaron, poco a poco se dieron cuenta de que, como muchas otras personas, debían aislarse del mundo. Eligieron una zona cercana, antes campos de granjas, donde la nueva ciudad se construiría. Durante 35 años construyeron un hexágono de 4 km² y 1.24 km de lado. Cada vértice tendría un punto de vigilancia, con una única entrada y muros ligeramente inclinados. Cañerías que tomaban agua del río y una planta potabilizadora de agua minimalista, pero con energías renovables, abastecerían a la población.

La ciudad empezó a tomar forma: viviendas, cuarteles para la defensa, una cárcel, hospitales y mercados, aunque la economía era cosa del pasado. Todos aportaban algo: pintaban, construían, diseñaban cosas. Las murallas, de seis metros de alto, estaban diseñadas para que nadie entrara, un muro impenetrable. Tenían paneles solares y, a las afueras, había molinos de viento. Había búnkeres en cada esquina que se comunicaban entre sí. Eran dos ciudades, porque sabían que las lluvias tóxicas eran una amenaza real. Al principio, llovían todos los días; con el tiempo, una vez a la semana, al mes, al año, pero no podían confiarse. En el territorio había otras trece ciudades en lo que fue el país. Esta nueva ciudad se encontraba en el centro. Creyeron que llamarla Montevideo tenía sentido, era una nueva oportunidad. Así, Nueva Montevideo resurgió a 60 km al este de la original, pero más segura.

Pasaron los años. Ya estamos a casi 200 años. La ciudad tiene una población estancada en 5000 habitantes. Las otras ciudades fueron desapareciendo, e incluso en Nueva Montevideo la gente sentía melancolía. Habían pasado décadas desde que el último de los montevideanos originales respiró. Los jóvenes eran educados en todo lo que se podía: matemáticas, física, química, biología y medicina. Tenían la difícil tarea de seguir adelante. Cada tanto, salían grupos de exploradores en busca de cosas útiles. Lo hacían a caballo, ya que, aunque en la ciudad tenían vehículos eléctricos, era mejor no depender de ellos en el exterior. Eran un mejor medio de transporte. Buscaban cualquier cosa, pero 200 años ya habían hecho mella. Sus exploraciones eran más una prueba y un recordatorio de lo que habían perdido.

Luján, de 20 años, era la líder del grupo y la guerrera. Toda su vida entrenó su cuerpo y mente. Ricardo, de 21 años, era el ingeniero y mecánico, el más centrado, y hábil con el arco; su mente metódica y precisa le permitía calcular la trayectoria, la velocidad del viento y la distancia con una exactitud científica. Luisa era la médica y experta en el siglo XXI; su especialidad la hacía experta en medicinas y procedimientos del pasado, capaz de identificar y encontrar los pocos recursos útiles que quedaban.

Los tres, con sus tres caballos, partieron. Delante de las puertas de la ciudad, que apuntaban al oeste, donde estaba la vieja Montevideo, ellos avanzaron. Sabían que nadie se acercaba a la ciudad, por las historias de fantasmas, espectros y mercenarios. Su viaje fue lento. No querían cansar a los caballos, ya que nunca se sabe cuándo hay que correr. Llevaban tiendas de campaña para climas duros e incluso podían resguardar a sus animales, sabiendo la importancia que estos tenían para la comunidad.

Salieron muy temprano, casi a las 4 de la mañana, en pleno verano. El panorama era extraño. A medida que avanzaban, veían casas parcialmente derruidas, edificios colapsados y, en otras partes, cráteres enormes llenos de agua. Agua que, aunque no tenía vida, aún tenía niveles mínimos de radiación. Siguieron su camino. A lo lejos, vieron un humo negro y espeso. Sabían que era demasiado oscuro para ser un accidente. Los tres sabían que había más personas a lo lejos; la pregunta era si serían amigos o enemigos.

En el aire, un globo los observaba. En otra parte, alguien más los veía, y también veía el humo a lo lejos.