El rincón de la mediocridad: Gimnasios

No soy fan de los gimnasios. Debería ir a vivir la experiencia, acompañar a alguien que te diga: “La rutina consiste en hacer 100 flexiones, 100 abdominales, 100 sentadillas y correr 10 km todos los días durante tres años. La calvicie puede ser efecto secundario”.



La verdad, el gimnasio para mí es un viaje sin retorno hacia un mundo más sano, más medido y lleno de disciplinados. Por eso le escapo. No quiero quedar atrapado en el mamadismo absoluto: ¿quién me banca luego? Levantando 100 kilos, corriendo 100 metros en 20 segundos, me quita la emoción de no llegar a subirme al bondi y gritarle cosas al chófer. O imagínate al del bar de casa si se enterara que no voy por pizza, siguiendo alguna dieta new age: se pega un raquetazo de veneno de ratas.


Los gimnasios son lugares maravillosos donde la gente paga para sufrir de manera organizada. Hay quienes van a levantar pesas, otros a correr en la cinta como si escaparan de un apocalipsis, y siempre está el tipo que sabe exactamente cuánto pesa cada mancuerna… aunque los números se borraron en 2017 y nadie sabe por qué.


Lo mejor son los espejos: cientos de reflejos de personas tratando de verse más fuertes de lo que realmente están. Y las máquinas… esas máquinas que prometen un abdomen de acero mientras uno apenas logra no caerse de la elíptica. Además, son un imán para quienes van “así de la nada”: entran, se sacan cuatro selfies con cambios mínimos para redes sociales, y después corren al carrito de hamburguesas a clavarse dos con extra queso.


Los gimnasios también tienen cosas lindas: cuerpos esculpidos por los dioses… o por jeringas y cirujanos, porque no todo es sudor, lágrimas, keratina y pre-entreno, post-entreno y dormir antes de entrenar (sí, existe, búsquenlo). Por supuesto, siempre hay un aroma peculiar: mezcla de esfuerzo humano, sudor industrial y esa colonia “motivación líquida” que nadie recuerda haber comprado.


Al final, seamos honestos: no tengo la disciplina de empezar algo tan cansador y mantenerlo en el tiempo, ni de hablar de gastar plata y tiempo al mismo tiempo. A mí me gusta pagar y usar todo: si hay una máquina de sube-baja, niebla, respirador o resucitador, la uso. Porque, seamos sinceros, el primer día podría desmayarme y pasar a saludar a San Pedro.


Y, como anécdotas finales, están los personajes que hacen del gimnasio un circo:


1. El tipo del ventilador portátil, que apunta directo a la cara mientras hace pesas, como si el sudor de los demás fuera contagioso.



2. La señora alcaldesa, que coloca su bolsa de yoga en la cinta y se pasea saludando a todos, controlando quién respira y quién no.



3. El joven prodigio de los audífonos gigantes, que escucha música a volumen nuclear mientras corre en la cinta, como si entrenara para salvar el mundo de un apocalipsis zombi, gritando instrucciones inexistentes a los demás usuarios.




Todo esto mientras tú intentas pasar desapercibido y sobrevivir al caos organizado que llaman gimnasio.