El aire dentro de la cueva era pesado, cargado de una tensión que parecía vibrar en cada piedra. Lola yacía desplomada a un costado, la humedad oscura de la cueva filtrándose como un veneno lento en sus huesos. Cada gota que caía desde el techo resonaba como un eco del pasado: su hijo, su amor, su traición.
Lentamente, sus párpados se abrieron. Lo primero que vio fue a Tomás, luchando con una ferocidad inesperada. Frente a él, el enemigo de siempre y el amor de otro tiempo: aquel que le prometió un futuro y, sin un ápice de remordimiento, la había traicionado. A unos pasos, inmóvil y sombrío, estaba el amor verdadero: con quien había sanado heridas, cazado en silencio, resistido los años con la esperanza intacta de recuperar la fuerza perdida.
Con un gruñido gutural y los dientes apretados, Lola se puso en pie. Como nunca antes, se lanzó hacia Tomás para auxiliarlo, pero un borrón escarlata se cruzó en su camino. Rojo, ahora una criatura hecha de pura carne y odio, desprovisto de toda ilusión de humo, se lanzó sobre ella con garras extendidas.
Sin embargo, un relámpago naranja, impulsado por una furia indomable, interceptó a Rojo con un golpe brutal. Lo empujó lejos, dejando entre ellos un muro viviente. Naranjo. Su cuerpo, una barrera protectora.
—Tocá a mi madre —siseó con voz más grave que nunca— y vas a desear no haber vuelto del polvo.
Lola lo miró, y por un instante, creyó ver algo distinto en él. Una grieta en la máscara. Una semilla de redención que germinaba, silente, en sus ojos.
Mientras tanto, Tomás se encontraba acorralado. Bolita, desde la altura, lo observaba con desprecio.
—No hay nada que puedas hacer —espetó con una risa cruel.
Pero Tomás, lejos de amedrentarse, tenía un plan. Si combinaba la percepción que había perfeccionado con Lulú y sus saltos acrobáticos, podía usar la rabia de Bolita en su contra. Sonrió, con descaro, y lanzó su provocación:
—Bolita… siempre pensé que tu nombre era por redondo, no por vacío. ¿O te lo puso ese Rojo después de dejarte sin pelotas?
El insulto caló como una garra envenenada. La ira de Bolita estalló. Con velocidad felina, se abalanzó sobre Tomás. Pero justo cuando sus garras iban a alcanzarlo, Tomás cerró los ojos. Inspiró. Y saltó. Un giro en el aire, elegante y letal. Con sus patas delanteras impulsadas hacia adelante, golpeó con precisión absoluta. Bolita cayó, noqueado, derrotado por un solo golpe.
—Te dije que esquivaras —comentó Lulú, apareciendo detrás de él, su figura deslizándose con gracia entre las sombras—. ¡Pero esa voltereta fue genial!
Tomás le devolvió la sonrisa, aún agitado.
—Mi humano me la enseñó —respondió con un toque de humor—. A su modo.
Se unieron a Lola y Naranjo, los tres de pie frente a Rojo. El enemigo los miró con una mueca de desprecio.
—Dos gatas cualquiera y dos gatos patéticos. No podrán contra mí.
Y entonces, la tierra tembló.
Como si respondiera a una llamada ancestral, la cueva se llenó de crujidos y chillidos. Cientos de ratas irrumpieron desde túneles recién abiertos, un enjambre oscuro y voraz. Y desde el fondo del hueco donde apenas se filtraba la luz de la lluvia, cayó algo. No caminó ni saltó. Cayó como una sentencia.
Una gata gigantesca. Atigrada en tonos de tumba y humo. Sus ojos, vacíos de todo brillo, estaban llenos de una sola cosa: deseo de destrucción. La Reina de las Ratas.
No hablaba. No lo necesitaba. Su mera presencia era una declaración. El mundo debía comenzar de nuevo… desde las ruinas.
Tomás, Lola, Naranjo y Lulú se vieron atrapados en el epicentro de una guerra. Una guerra por sus vidas. Por el legado del Rayo. Por el destino del barrio.
En otro lugar, suspendido entre el cielo y la tierra, el alma de Furia flotaba en la quietud. Una luz blanca lo envolvió, pero no era paz. Era un llamado. Una voz sin palabras, un rugido ancestral. Furia no sabía si debía volver… Lo que si sabía, la furia sería desatada...
