Tomas, el guerrero de la noche : Capítulo 12: Revelaciones (Parte 2)


La noche se cernía, quieta. Demasiado quieta. Un escalofrío, como un recuerdo ajeno, le recorrió el pecho a Tomás. Salió de la casa sin voltear, cruzó el jardín y se adentró en la oscuridad. Allí, entre las sombras, dos figuras lo aguardaban.

Lola, su madre, más delgada pero igual de imponente. Furia, el viejo guerrero, con nuevas cicatrices y el mismo fuego en los ojos.

—Hola, hijo —dijo Lola, su voz una caricia suave.

Tomás, mudo, solo pudo acercarse lento, sin quitarles la vista.

—Tenemos que hablar —dijo Furia—. Es hora de que sepas quién sos.

Se sentaron bajo un árbol seco. El viento parecía susurrar secretos entre las ramas desnudas.

—El rayo —comenzó Furia— es uno solo. Solo puede haber uno a la vez. Cuando nace un nuevo campeón, el anterior comienza a apagarse. Es la regla. Desde que vos abriste los ojos, yo empecé a cerrarlos.

Tomás tragó saliva, la boca seca.

—¿Y qué significa eso?

—Que cuando yo ya no esté —sentenció Furia con firmeza—, vas a tener todo mi poder. Fuerza, velocidad, visión en la oscuridad. Y si tu corazón es puro... vas a poder invocar el rayo.

Un denso silencio los envolvió.

—Eso solo lo logró uno antes que vos. El primero. Mi padre. El gato más legendario. Sus pisadas hacían temblar el suelo. Su maullido rompía paredes. Sus garras... desgarraban el cielo.

Tomás miró a Furia, una mezcla de miedo y orgullo en sus ojos.

—¿Y si no soy puro?

Furia no respondió. Solo bajó la mirada, grave.

Empezaron a entrenar. Movimientos antiguos, pasos precisos. Lola corregía la postura de Tomás con una paciencia maternal, mientras el cielo comenzaba a cargarse de nubes.

Un grito rasgó la noche. Un chillido agudo.

—¡Lulú! —gritó Tomás.

Corrieron.

En el claro donde habían entrenado, no había nadie. Solo unas pequeñas pisadas, un rastro de olor a rata y... humo rojo flotando en el aire.

De pronto, ese humo se condensó, vibrante y amenazador.

Rojo.

—La cueva los espera —dijo con voz hueca, resonando en la noche—. La sangre del rayo y del trueno deben caer bajo la luna.

Furia se lanzó, pero Rojo se desvaneció como niebla espesa, dejando solo una carcajada flotando en el aire.

—Lulú... —susurró Tomás, jadeando, el aliento cortado.

—Ella está viva —aseguró Lola—. Y sabe quién es.

La voz de Lulú resonó en la memoria de Tomás.

—Soy la heredera del trueno.

Lola asintió.

—El trueno se hereda por linaje. De hijo mayor a hijo mayor. Y Naranjo es su hermano.

Tomás no entendía.

—¿Qué?

Furia intervino, su voz cargada de amargura:

—Bolita es el padre de ambos. Y también... mi hermano.

Tomás dio un paso atrás, impactado.

—¿Qué?

—No fue elegido —dijo Furia con rabia contenida—. Quiso ser el rayo, pero no lo fue. Se rindió. Y vendió su alma a Rojo. Lo peor... es que él mató a nuestro padre. El primer rayo.

Lola cerró los ojos, el dolor marcando su rostro.

—Rojo necesitaba una línea del trueno. Por eso me uní a Bolita. Para darle un heredero que él pudiera usar. Acordamos criarlo en la calle, para que se hiciera fuerte. Naranjo fue una herramienta. Criado con odio... por culpa nuestra.

Tomás sintió cómo algo se rompía por dentro.

—¿Y ahora... quieren que lo enfrente?

—No —dijo Lola, firme—. Quiero que lo salves. Que lo liberes del odio. Porque si no lo hacés vos, nadie podrá hacerlo.

El silencio se instaló. Largo. Doloroso.

El cielo comenzaba a clarear, el sol aún no había salido, pero ya se notaba el cambio de luz. El día llegaba, trayendo oscuridad en sus entrañas.

Tomás, Furia y Lola salieron por la puerta trasera. Caminaban juntos, sin hablar.

Desde la ventana, su humano los vio. Se frotó los ojos, el silencio de la mañana envolviéndolo. Solo murmuró:

—Volvé.

Pero Tomás no miró atrás. La tormenta ya estaba en marcha.