Había pasado una semana desde aquella noche. Desde Blanca.
La rutina en la casa se había vuelto silenciosa, incluso para los estándares felinos. Tomás pasaba las mañanas junto a la ventana, observando la brisa acariciar las plantas, con el recuerdo de Blanca anidado en el pecho. En ese instante, Lulú se acercó despacio. Sus patas no hacían ruido. Tomás se sobresaltó, sorprendido por su sigilo.
—Tomás —dijo ella, con la voz suave pero firme—. Si algo aprendí de Blanca es a percibir el ambiente. Aunque no lo pareciera, tenía un don. Sabía cosas... sin verlas. Sentía más que los demás. Creo que por eso nos salvó aquella vez. Su sacrificio no debería apagarte... debería impulsarte.
Tomás dejó de mirar por la ventana. Sus ojos se volvieron hacia ella, con un destello nuevo. Un pensamiento le brotó como un relámpago: Si Blanca tenía ese poder, ¿por qué nunca me lo mencionó? Entonces preguntó:
—¿Podés enseñarme eso? ¿A percibir así?
Lulú lo observó con una ceja levantada.
—¿Y vos, peleador callejero, no tenías eso desarrollado?
Tomás se acomodó, casi avergonzado.
—Bolita me enseñó equilibrio. Eso mejora los reflejos. Mi tamaño ayuda a golpear puntos clave. Pero... también aprendí cosas con nuestro humano. Saltos, giros, volteretas. Técnicas secretas para jugar con él.
Se acercó, y apoyó su patita en la de Lulú.
—Nuestro humano —repitió, en voz baja.
Lulú le sostuvo la mirada. Había algo tierno en esa escena que no necesitaba palabras.
—Si no vas a salir a pelear —dijo ella al fin—, será mejor que entrenemos. Yo te enseño lo que Blanca me enseñó, y vos me mostrás esas volteretas... aunque ese humano duerma más de lo que vive.
Tomás no respondió. En cambio, dio un salto hacia atrás, con todo el cuerpo en movimiento, para aterrizar suave como si el piso lo esperara.
—Lección uno: siempre es buen momento para una voltereta —dijo con una sonrisa.
Pasaron varios días más. En una noche sin luna, Tomás estaba en el patio, en total oscuridad. Sentado, como un gato que es. Ojos cerrados. Respiración lenta. Escuchaba.
Lulú se ocultaba entre las sombras. Él sintió un leve crujido. A la izquierda.
Saltó... pero desde la izquierda, una garra suave lo tocó.
—Creo que has progresado —dijo Lulú—, pero la idea es esquivar el peligro, no saltar hacia él.
Tomás suspiró.
—Tarde o temprano, esos techos de chapa me van a llamar. Si nadie enfrenta a Naranjo... ¿quién va a defender este barrio?
Lejos de ahí, en un lugar oscuro y húmedo, Naranjo se encontraba con Bmrata, una rata musculosa, con una oreja desgarrada y ojos rojos. Bmrata era emisaria de Su Majestad: la Reina Rata, de tamaño descomunal, incluso para un gato.
—Su Majestad aprueba el trato —dijo Bmrata con voz ronca—. En dos noches, los techos serán nuestros. Ningún gato podrá resistirse.
Naranjo sonrió. Su venganza tenía fecha.
—Mandale saludos a El Rojo —agregó la rata antes de irse.
Naranjo se tensó. ¿Cómo sabía ese nombre?
Antes de que pudiera preguntar, un humo rojo empezó a deslizarse por las paredes. El aire se volvió denso, eléctrico. De entre el humo surgió un gato alto y flaco, su pelaje casi etéreo, la cara marcada por la sombra de la muerte. Su voz era profunda y seca.
—El plan avanza. Llevá a Tomás a la cueva. Debe morir allí, bajo la luz de la luna. Es parte del rito. Solo así, su poder será nuestro. Esta ciudad será el principio del fin.
Naranjo asintió, con una mezcla de odio y devoción.
—También quiero la cabeza de Bolita. Es mi padre. Las deudas de sangre se pagan.
Rojo no respondió. Solo se desvaneció entre el humo, como si nunca hubiera estado allí.
En un bosque viejo, donde los árboles parecen susurrar secretos, una cueva oculta yace bajo un derrumbe. Por la grieta del techo entra la luz de la luna llena. Justo como la que llegará en dos días.
Bolita está allí. Esperando.
Rojo apareció como un relámpago. Lo golpeó sin aviso, arrojándolo contra la pared. Bolita cayó, jadeando.
—Entrenaste al heredero del rayo —gruñó Rojo—. Y con eso, nació su némesis: el heredero del trueno. Pero vos seguís siendo una marioneta inútil. Si no fuera por ese traidor de Furia y esa Gris, ya habríamos abierto la puerta.
Bolita agachó la cabeza. La tierra temblaba con la voz de Rojo.
—Este cuerpo mío no es nada aún. Pero una vez caigan las sangres del trueno y el rayo... seré libre.
Bolita se arrodilló. Su voz era apenas un susurro:
—Sí, mi amo. Esta vez, cumpliré mi deber.
Rojo soltó una carcajada que no era de este mundo. Un maullido monstruoso que se expandió como un eco por el bosque.
Muy cerca de la casa de Tomás, dos siluetas felinas avanzan en silencio. Vienen de lejos. Traen pasado, traen respuestas… y algo más.
