El contador de historias: Los caminos


Vida y muerte, un destino común para ricos y pobres, para estrellas y galaxias. He visto planetas nacer, estrellas colapsar en agujeros negros, y a humanos ser compasivos como pocas cosas en la creación. La compasión es una casualidad digna de ser contada, y cuando el destino de cinco gatitos puede tocar tantas vidas, sin duda es una historia digna de ser narrada por mí, el contador de historias.

El sol estaba en lo alto del parque, donde una multitud se congregaba. Para Eduardo, un pediatra que había salido a correr, una multitud solía ser sinónimo de tragedia. En la orilla del lago, una mujer se había lanzado al agua, intentando salvar vidas. Había una bolsa con cinco gatitos negros, pequeñas vidas que recibieron una segunda oportunidad. Eduardo se acercó, creyendo que quizás había una forma de salvar también a esa mujer, pero esa tarde vio claros signos de una enfermedad cardíaca: palidez y otros detalles que solo un ojo entrenado buscaría. Entonces, tuvo una idea, una epifanía al ver a esos gatos, y así empezó su viaje.
Pasaron dos meses desde que Eduardo consiguió adoptar a los cinco gatitos. Aunque todos eran negros, cada uno tenía sus diferencias. Eran cinco machos, con pelajes, orejas e incluso bigotes distintos. Llamó a uno Botones por sus ojos, a otro Bigotes por sus largos bigotes, a Peludo por su aspecto clave, y a Azabache por su tono más parejo. Finalmente, a su favorito lo llamó Colitas, por su cola corta, muy corta, y por ser el más introvertido de todos.
El plan de Eduardo era llevarlos a su trabajo. Aunque era pediatra, trabajaba con pacientes oncológicos, a cargo de los últimos días de esos pequeños que a menudo dejaban una profunda huella en él. Los gatos serían parte de un programa para dar cariño a esos niños. Después de otros dos meses, a Eduardo le informaron que cuatro de los gatos serían aceptados. Si bien un hospital no es un lugar para mascotas, el sector donde estaban sus pacientes sí lo era. Sin embargo, debía elegir qué gato quedaría atrás. Trató de luchar para que los cinco estuvieran juntos, incluso pensó en rotar a uno de ellos para quedárselo, pero sabía la verdad: casi nunca estaba en casa. Así que, el último fin de semana antes de separarlos, decidió llevarlos al parque. Su sorpresa fue grande cuando tocaron a su puerta: eran del hospital, habían venido a llevarse a los cuatro gatos. Él quiso ver si podían llevarse a los cinco, pero no hubo suerte. Se quedó con su favorito, Colitas. Vio cómo sus hermanos se marchaban, y la tristeza del gato se prolongó por días. Los largos turnos de Eduardo se reflejaban en los ojos de Colitas con una tristeza creciente.
Una tarde, Eduardo llegó de un turno extenuante, uno de esos días donde varias camas quedaban vacías y las lágrimas llenaban los pasillos. Física y mentalmente exhausto, al llegar vio a su gato, aquel que extrañaba tanto. Tuvo entonces una nueva epifanía: se puso a jugar con él. Ambos jugaron, como solo un humano y un gato pueden hacerlo. Se cansaron y durmieron juntos hasta el otro día. En su trabajo, impulsó el juego entre los niños y los gatos, con mucho cuidado. Aunque muchos al principio sentían miedo, esos gatos fueron de gran ayuda en momentos de temor, una luz que asistió a muchos hasta el final.
Los días se hicieron semanas y las semanas, meses. Colitas creció, inusualmente grande para su edad. Eduardo decidió entonces sacarlo a caminar, llevándolo con una correa, algo necesario para la tranquilidad de ambos, aunque solía cargarlo en brazos. Llegaron al parque, el mismo lugar donde ese gato casi tuvo un final junto a sus hermanos. Fue entonces cuando Eduardo entendió que la vida no es solo sacrificio; es saber cuándo actuar y cuándo dejarse abrazar por las emociones. Mientras volvían a casa, escucharon un grito de ayuda. Una mujer joven había sido asaltada. Los dos corrieron a su encuentro. Era Florencia, una enfermera del hospital de Eduardo, una mujer de cabello rojo que él recordaba por su gran habilidad tratando a los pacientes y a los gatos. Otra apasionada de los animales y de su vínculo necesario con aquellos al borde del adiós final. La habían empujado para robarle la cartera. Ella salía del hospital y pasaba cada noche por el parque. Tuvo una amiga que había muerto en ese lago hacía unos meses. Eduardo le dijo que su amiga no murió en vano, sino que salvó vidas, y le mostró a Colitas. Le explicó que cada vida importa. Ella sonrió, sabiendo que su amiga estaría de acuerdo. Ambos, aunque trabajaban en el mismo lugar, en distintos sectores, entre charla y charla, vieron brotar una semilla.
El tiempo pasó en el hospital. Los hermanos de Colitas se convirtieron en las estrellas, a tal punto que más gatos fueron introducidos en el programa. Eduardo aprendió algo fundamental: a veces, las historias son sobre intentar ayudar desde la simpleza del auxilio. Colitas vivió casi veinte años, al igual que sus hermanos, quienes ayudaron a miles de niños y jóvenes. Eduardo formó una familia y en esa familia tuvieron como compañía al gato que vivió, al que le dieron el cariño y el amor que, como aquellos que están por partir, merecen en la danza entre vida y muerte, el ciclo que aunque azaroso en su tiempos es un ciclo estricto en la mayoría de oportunidades.