En muchas historias hay héroes, villanos, luchas entre lo que los mortales llaman bien contra el mal. Para mí, el contador de historias, son solo historias, pero incluso yo, que he visto mundos nacer y mundos morir, reconozco la maldad. Esta es una historia de maldad sin límites y, como toda maldad, tiene un principio. Esta es esa historia. Yo soy el contador de historias y mis ojos están por todas partes, en especial en el parque, el parque donde todo puede suceder si prestas atención.
En 1980 nació Raquel. Su nacimiento en el seno de una familia acomodada de la aristocracia presagiaba una vida llena de lujos. Sin embargo, su llegada también significó la muerte de su madre, un desgarro, una arteria rota. La vida que nace, la vida que deja este mundo. Su padre, sumido en una depresión, cayó en la locura diez años después. Raquel quedó a cargo de sus tíos. Aunque igualmente poderosos, la veían como un estorbo. Durante diez años, Raquel, que de por sí nunca recibió amor, planeó contra sus tíos. Mediante trampas y su deseo de venganza, anhelaba el afecto; sus tíos, en cambio, solo querían a la niña que sobrevivió, la que condenó a su padre. El plan era sencillo: con engaños, los hizo firmar un testamento. Ella sería la única heredera, a pesar de que ellos tenían un hijo, quien en teoría heredaría todo. Pero el plan ya estaba en marcha.
Quince años más tarde, los cuatro saldrían a un evento. Raquel había estudiado y era una escribana muy competente; y aunque su familia la discriminaba, ella trabajaba todos los días, haciendo contactos, formando su imperio desde abajo. Ellos ya lo tenían todo. De hecho, al cumplir los veintiún años, Raquel los había abandonado. Vino a buscarlos a una ceremonia en su honor, pero ellos, en su arrogancia, decidieron ir solos junto a su hijo, el heredero de su imperio. No sabían que su viaje no sería a una fiesta; su viaje sería un choque brutal contra otro auto. Así fue como, sin medir las consecuencias, sus frenos fallaron, su futuro terminó y ella fue quien se quedó atrás, recibiendo el premio que tanto anhelaba.
El accidente tuvo consecuencias inesperadas: el auto chocó salvajemente contra otro vehículo, el de una pareja que se dirigía a buscar a su hija que regresaba del extranjero tras años estudiando medicina animal. Esa joven, que tomaría esa pérdida como un dolor en su corazón al convertirse en huérfana, sería otra historia de dolor. Raquel tuvo la suerte de que el accidente la dejó como la heredera de todo. Tenía poder absoluto y, usando sus contactos y experiencia, en diez años ya era la mujer más importante del país, pero también la más solitaria. Los hombres llegaban, pero también se iban. El poder la llevó a cometer actos crueles: despojar a granjeros de sus tierras, a familias de sus casas. Aunque su maldad crecía a la par de su poder, sentía una profunda soledad. Sin embargo, el poder suele ser algo que amplifica lo que los mortales llevan en su interior.
Pasaron los años. Ella estaba sola en esa casa, una mansión enorme, de techos altos y marcos de madera oscura, casi diez años donde su castillo de naipes era absoluto. Todas las tardes se quedaba leyendo en su biblioteca, que era inmensa. Amaba la historia, pero la historia que relataba guerras, holocaustos, genocidios; todo eso ella lo aplicaba en los negocios, una reina de la egolatría, una estratega nata. En el silencio absoluto de su biblioteca, escuchó rasguños. Se levantó de su silla, su trono, pero no encontró nada. Al día siguiente, trajo especialistas en plagas; no había ratas, ni ratones, ni murciélagos, ni siquiera palomas.
Pasaron los días, hasta que en su cama, al lado de la ventana, escuchó rasguños. Se levantó, arremetió contra la puerta, llamó a la policía. Algo andaba mal. La policía llegó y revisó todo. Toda la noche no encontraron nada. Pasaron más días y el sonido volvió. Ella sabía que se estaba hablando de ella, y solo para no tirar por la borda el trabajo de años, de una imagen intachable, decidió esperar. Decidió quedarse en su casa y fueron días, semanas, esperando esos rasguños. Finalmente, los volvió a escuchar en la cocina, pero al llegar, se silenciaban. A lo lejos, los escuchó en la biblioteca; fue en su búsqueda y no había nada. En la sala, en la lavandería, nada. Esa casa enorme le estaba jugando una broma. ¿Serían las almas de aquellos que de alguna forma silenció? Ella no se doblegaría; sacrificó demasiado para llegar tan lejos. Y entonces la vio. Finalmente la vio: una gata negra, alta, grande, con la panza abultada. La vio. Estaban una enfrente de la otra y ella entendió: de alguna manera, esa gata había logrado lo que hombres poderosos no habían podido, sacarla de quicio. Entonces, fue tras la gata. Sus manos pondrían fin a ese ser, pero en un segundo, ya no estaba.
Los siguientes días de Raquel fueron una búsqueda incansable de ese ser, esa gata que rondaba la casa. Hizo que se llevaran los libros y los muebles. Quedaban solo dos cosas en esa mansión: su cama —una cama enorme, de cuatro postes, con un colchón tan blando que se hundía bajo el peso de sus pesadillas—, algo de ropa y una caja con documentos. Cada día era encontrar un nuevo rasguño. A veces la encontraba; otras veces, era el eco del eco. Fumigó la casa varias veces, pero nada funcionaba. Entonces, esa noche los escuchó. El único lugar donde no había buscado: su cama. Tiró el colchón, tomó un abrecartas y, con furia, desgarró el tapiz del somier. Y ahí las vio: esa gata, esa maldita gata que con coraje le hacía frente, pero estaba más flaca. Raquel no dudó. Se abalanzó y liquidó a la gata. El alivio que sintió Raquel la hizo reír; una risa que incluso hizo callar los maullidos de cinco gatos diminutos, recién nacidos. Raquel vio el abrecartas en el suelo, con la sangre fresca, pero quería que tuvieran un final aún más atroz. Buscó una bolsa de tela, colocó a los gatitos y salió en ropa de calle, hacia algún lugar. Había un parque con un lago que tenía vallas. Ella, que apenas se había limpiado la sangre de las manos, salió con una sonrisa maquiavélica. Aunque ya era casi el mediodía, se dirigió al parque con los cinco cachorros. Llegó sin que nadie la viera, se acercó al lago y los arrojó, sin remordimiento. Pero alguien la vio. Por instinto, corrió sin mirar atrás, casi poético. Una cuadra, dos, y entonces, mientras cruzaba hacia su casa, la vio en la ventana: esa gata que tantos problemas le trajo, no podía ser y entonces se paralizó en medio de la calle y un ómnibus que no pudo frenar a tiempo fue lo último que vería. Ella no sabría si eso solo fue su imaginación o el reflejo de las hojas que caen en otoño, como un espejo roto.
