Tomas, el guerrero de la noche: Capítulo 10: Sombras y Raíces

 



Había pasado una semana desde la tragedia.
Una semana sin que Tomás cruzara la ventana del baño.
Una semana mirando el techo con los ojos apagados, como si la luz del mundo se hubiera escondido en alguna grieta que él ya no tenía fuerzas para buscar.
Sin ladridos.
Sin peleas.
Sin entrenamientos.
Solo silencio... y recuerdos que dolían como garras invisibles.
Sentado sobre la alfombra, Tomás se quedó inmóvil, como una estatua tallada por el duelo. A su lado, su humano se sentó con una taza de café caliente entre las manos. Lo miró con una tristeza que parecía vieja, profunda, como si comprendiera algo más allá de las palabras.
—Tomás… sé que salís por las noches. Sé que peleás. Y sé que estás sufriendo.

El gato no se movió. Pero sus orejas temblaron apenas, como hojas al viento.
—No sé si me entendés. Pero no quiero que sigas solo.
Pausa.
—Mi mamá se muda en unos días… así que creemos que necesitás una amiga.
El humano sonrió, con esa ternura que uno reserva para los que han perdido algo irremplazable, y miró hacia la puerta.

Lulú entró caminando despacio. El pelaje negro como tinta, los ojos como lunas de miel. Brillaban con dulzura, pero también con una quietud sabia, como si supiera, sin necesidad de preguntar. Tomás la miró, incrédulo, y dio un paso hacia ella.
—Creo que ya se conocen —dijo el humano con una sonrisa algo traviesa—. Solo les pido que no me llenen la casa de gatitos.
Rió con suavidad, y por un instante, le pareció que ambos gatos le devolvían la mirada con algo parecido a una complicidad antigua, casi humana.
Esa noche, cuando la casa quedó en silencio y las luces se apagaron una por una, Tomás y Lulú se acostaron bajo la ventana, como si ese rincón pudiera contener la noche entera.
Luna llena. Viento suave. El mundo parecía contener la respiración.
—Ya no quiero pelear —dijo Tomás, con la voz quebrada, pero por primera vez con convicción.
—Lo sé —respondió Lulú—. Blanca estaría orgullosa.
Tomás bajó la cabeza. Lulú lo abrazó con su cuerpo, como un río que envuelve una piedra cansada. Pasaron la noche hablándose, compartiendo recuerdos, acariciándose con ternura. Como si el mundo fuera solo de ellos dos, y todo lo demás —el miedo, la violencia, la muerte— hubiera quedado afuera.
Pero lejos de allí… el mundo no se detenía.
En una cloaca húmeda y oscura, el aire olía a óxido, podredumbre y tiempo muerto. Naranjo caminaba entre charcos verdosos donde flotaban pelos, huesecillos de aves y colillas empapadas. La humedad le erizaba el pelaje, pero sus ojos brillaban con furia incontrolable.
De pronto, el aire cambió. Se volvió denso, casi sólido. Un humo negro brotó de las paredes, como si la cloaca respirara. Serpenteó por el suelo, se deslizó por las piedras con la calma de un depredador, hasta que tomó forma.
Un gato rojo emergió de la sombra, atigrado como fuego detenido en movimiento. Sus ojos eran carbones encendidos, pozos sin fondo de una rabia ancestral.
—El plan fue estúpido —gruñó el gato rojo, con una voz que parecía no resonar en el aire sino directamente en los huesos—. Pero... efectivo.
Naranjo apretó los dientes. Había heridas que no cerraban, ni siquiera cuando se ganaba.
—Sin Tomás, el barrio será nuestro.
—Y pronto, también el bosque —el gato rojo entrecerró los ojos—. Junto a ese árbol... el que respira memoria. Sabés cuál.
Naranjo asintió. Lo sabía. Todos lo sabían. Ese árbol no era solo un símbolo. Era raíz y guardián.
—¿Y si vuelve? —preguntó el pelirrojo.
El gato rojo sonrió. Una sonrisa rota. Vacía.
—No importa cuántas veces vuelva. Lo vamos a quebrar.
Ambos se miraron por un instante largo, inmóviles. Luego, sus siluetas se deshicieron en la oscuridad, fundiéndose con las aguas negras.
Mientras tanto, en una casa abandonada en las afueras, donde las paredes estaban cubiertas de musgo y los techos gemían con cada soplido del viento, una figura se deslizaba entre los escombros. El olor a humedad, madera podrida y ratas formaba una sinfonía áspera. Pero ella no parecía inmutarse.
Lola.
Su pelaje gris estaba cubierto de polvo y telarañas, pero sus ojos aún cortaban el aire como cuchillas antiguas.
Cruzó un pasillo lleno de restos: juguetes rotos, una jaula oxidada, libros destruidos por la lluvia. Finalmente, llegó al fondo. Allí, entre cajas carcomidas y trapos viejos, dormía un gato atigrado de gran tamaño. Su respiración era lenta, poderosa. En su lomo, las cicatrices se cruzaban como rutas de una guerra vieja. Era un mapa de dolor.
Lola lo miró con solemnidad.
—No estás listo —susurró—. Tus heridas están curadas… pero al tiempo, a ese no le ganamos.
El gato abrió los ojos. Verdes, profundos. Ojos que no miraban: pesaban. En ellos había orgullo… y culpa.
—Tal vez no —dijo él—. Pero el mal se acerca. Y necesitarán toda la ayuda posible.
Lola dio un paso más. Su voz tembló apenas, quebrada por algo que no quería nombrar.
—Tal vez… es momento de volver.
El atigrado asintió. En sus ojos, volvió a encenderse una chispa. Un fuego antiguo. El mismo que había ardido en tiempos olvidados, en noches de sangre y techo.
Era momento de regresar.
Era tiempo de que la furia volviera al barrio…
Y reclamara lo que fue suyo.
La guerra en los techos apenas comenzaba.
Y Tomás… aún no sabía que su destino no era evitar la pelea.
Era liderarla.