Tomas, el guerrero de la noche Capítulo 9: La Verdad del Rayo



Esa noche, Tomás no salió.

No pudo.

El dolor por la pérdida de Blanca aún latía como una herida abierta en su pecho. Permaneció junto a la ventana, los dedos rozando el cristal frío, observando el cielo encapotado que parecía reflejar su propio ánimo sombrío. La brisa nocturna, gélida y persistente, colaba su lamento por las rendijas del alma, susurrando recuerdos que él intentaba en vano acallar. Cada ráfaga era un suspiro del pasado, un eco de risas y momentos que ahora parecían imposibles de recuperar. El apartamento se sentía inmenso y vacío sin la presencia alegre de Blanca, y cada sombra parecía cobrar vida, dibujando siluetas de su ausencia con cruel precisión.


Pero en lo alto del árbol más alto del barrio, ese gigante de tronco nudoso que se alzaba sobre los techos de tejas viejas y chimeneas humeantes, alguien sí esperaba.

Bolita.


Inmóvil. Silencioso. Como una estatua de sombra esculpida por la noche misma. Su pelaje negro, antes impoluto, mostraba ahora algunos hilos de plata, pequeñas cicatrices del tiempo que no perdona ni a los mejores guerreros. Los años habían dejado su marca, pero sus ojos, dos ascuas todavía afiladas y llenas de una sabiduría antigua, no dejaban de mirar hacia el horizonte distante, hacia donde se gestaban los verdaderos peligros. Una quietud tensa lo envolvía, la de quien sabe que el momento crucial se acerca.


Y entonces… apareció.

Lola.


Saltó entre las ramas con una agilidad intacta que desmentía sus años, un fantasma gris entre las hojas. Su pelaje lucía más apagado que antes, como una nube de tormenta descolorida, y su cicatriz con forma de rayo —una marca indeleble de batallas pasadas— ardía con cada relámpago que desgarraba el cielo oscuro. Era como si la tormenta eléctrica resonara con el dolor y la furia contenida en su propio ser.


Se detuvo frente a Bolita, la distancia entre ellos cargada de una historia no dicha, sin pronunciar una palabra, el aire vibrando con la expectativa.


Él fue el primero en romper el pesado silencio.

—Llegaste tarde.


Ella clavó sus ojos en los suyos, el brillo de la tormenta reflejándose en ellos.

—No vine por él —dijo Lola con tono cortante, su voz un filo de hielo—. Aún no está listo.


—Es más fuerte de lo que crees —replicó Bolita, con una firmeza que nacía de la convicción—. Tiene lo que su padre tenía. Tiene corazón.


—Tiene miedo. Tiene dudas. Es patético… como Furia en sus últimos días —le espetó Lola con una amargura que le retorcía las entrañas, una herida vieja que se negaba a cerrar.


Bolita cerró los ojos por un instante, el recuerdo de Furia todavía una espina clavada en su alma.

—No te atrevas a compararlos. Furia fue más que eso. Fue mi hermano. Mi rival. Tu esposo. Y ahora su hijo debe saber la verdad.


Lola giró lentamente, su mirada era un filo que buscaba la rendija en la coraza de Bolita.

—¿Cuál verdad?


—Toda. Que tiene un hermano, y que ese hermano conspira contra él. Que ese hermano es Naranjo.


Lola bajó la cabeza. No lo negó. El peso de esa revelación era abrumador, incluso para ella.

—¿También le dirás que tú eres el padre de su rival?


El silencio fue absoluto por unos segundos. Solo el viento habló, silbando una melodía de secretos y destinos entrelazados.


—Debe saberlo. Debe saberlo todo —dijo Bolita finalmente, su voz grave y resignada—. Que Furia no cayó por un simple combate. Cayó ante fuerzas oscuras, fuerzas que están despertando otra vez. Que las peleas de tejado son solo una máscara. Que algo más grande se avecina, un presagio de tormenta y destrucción.


Un relámpago surcó el cielo, iluminando por un instante el rostro envejecido de Lola, revelando el miedo subyacente en sus ojos.

Ella tomó aire, su voz más baja, casi un susurro:

—Entonces… ¿qué podemos hacer?


Bolita no respondió de inmediato. La gravedad de la situación lo aplastaba.

—Prepararlo. Entrénalo mejor. O no sobrevivirá.


Y con otro estallido de luz, Lola desapareció entre las sombras del cielo, desvaneciéndose como un mal sueño.


Bolita no se movió durante largos minutos. Solo su cola se agitaba con el viento, un metrónomo del tiempo que se agotaba. El peso de lo que acababa de revelar y el camino que se abría ante él eran abrumadores.


Finalmente, descendió del árbol con lentitud, cada músculo adolorido no solo por la edad, sino por los recuerdos que revivían en su mente, punzantes como garras. Caminó por callejones estrechos y oscuros, que olían a humedad y a historias de gatos perdidos, y por patios silenciosos donde la luna apenas se filtraba entre los tendedales. Durmió en rincones oscuros, buscando el anonimato y la paz que el día no le ofrecía, bebió agua de canaletas sucias y robó comida de las casas donde los gatos aún se respetaban mutuamente, una vieja costumbre casi olvidada. El cansancio era profundo, pero su propósito era más fuerte.


Pasaron tres días. Cada amanecer era un recordatorio de la urgencia de su misión. Bolita se adentró en los límites de la ciudad, buscando un lugar donde el ajetreo humano no pudiera llegar. La luz del sol se difuminó entre las copas de los árboles, y el aire se volvió pesado, cargado con el aroma de la tierra húmeda y la descomposición.


Al final, llegó a un bosque lúgubre. Los árboles, viejos y retorcidos, formaban un dosel tan denso que apenas dejaba pasar la luz, sumiendo el suelo en una penumbra perpetua. Sus ramas, como brazos esqueléticos, se entrelazaban formando un laberinto silencioso, donde las sombras danzaban y se confundían con la neblina que se arrastraba por el suelo. Un escalofrío recorrió a Bolita, no de frío, sino de la presencia de algo antiguo y poderoso que habitaba en aquel lugar. El susurro del viento entre las hojas secas sonaba como un coro de voces olvidadas.


Allí, en el corazón del espeso follaje, encontró el árbol más alto del bosque. Era un ser colosal, su tronco cubierto de musgo y líquenes que parecían venas oscuras, y sus raíces emergían como garras retorcidas y milenarias del suelo, aferrándose a la tierra con una fuerza primitiva. Su copa, una catedral de hojas muertas y ramas secas, rozaba apenas el cielo, un punto de conexión con algo inalcanzable.


Bolita trepó. Poco a poco. Cada salto era un recuerdo de Furia, de su juventud, de las promesas. El esfuerzo era agotador, sus músculos gritaban, pero la determinación lo impulsaba hacia arriba.


Cada rama, una decisión inquebrantable, un paso más hacia el destino que lo aguardaba en la cima.


Al llegar a la cima, el viento susurraba secretos antiguos a través de las ramas desnudas. La luna se filtraba a duras penas, creando patrones fantasmales en la corteza. Allí, tallado por una garra precisa y antigua, un sello de una era olvidada, estaba el símbolo del rayo, una runa ancestral que brillaba con una energía latente, casi imperceptible, en la oscuridad.


El tacto de sus patas sobre la marca le infundió una fuerza renovada, una conexión profunda con el legado que debía despertar.


Allí, cerró los ojos, sintiendo la conexión con el pasado y el futuro, con el latido del bosque y la inminente tormenta.


—Es tiempo —murmuró, su voz apenas un suspiro arrastrado por la brisa helada—. Que la Hermandad del Relámpago despierte.