Era una tarde cálida y tranquila. El sol caía sobre los techos como una caricia dorada, tiñendo las tejas de un ocre profundo, y las hojas del limonero en el patio se movían apenas con la brisa. Dentro de la casa, el humano de Tomás se preparaba para salir, su rutina diaria marcando el inicio de la libertad nocturna. Como muchas veces antes, dejó la ventana del baño entreabierta, una invitación tácita a la aventura que Tomás siempre aprovechaba.
—Pórtate bien, Tomás —le dijo el humano con una sonrisa, antes de cerrar la puerta principal y alejarse por la vereda.
Tomás, con el flamante collar del relámpago aún colgando de su cuello, le dedicó un parpadeo lento, casi un asentimiento. Apenas el sonido del auto se perdió en la distancia, saltó ágilmente al alféizar de la ventana. Un instante después, sus patas aterrizaron con la suavidad de una pluma sobre el césped húmedo del patio. Se estiró, cada músculo vibrando, y cruzó el jardín con pasos elegantes y decididos. Tenía una necesidad apremiante: debía contarle a Blanca y a Lulú lo que había vivido la noche anterior. La aparición de su madre, la misteriosa marca, el golpe repentino... Necesitaba desesperadamente compartir ese peso. Ellas eran su manada, su ancla en este mundo de doble vida.
Con el sigilo que lo caracterizaba, saltó hacia la reja baja de hierro oxidado que separaba su casa de la de enfrente, la de Blanca. Ese lugar era su segundo hogar desde que tenía memoria, un santuario de ronroneos y juegos. Trepó con cuidado el muro del patio contiguo y allí las vio: Blanca y Lulú, sentadas una al lado de la otra sobre el techo abollado de un viejo automóvil cubierto de hojas secas. Ambas ronroneaban tranquilas, sus cuerpos relajados bajo el sol de la tarde.
—Tomás —saludó Blanca, su voz un murmullo cálido—. Estábamos hablando de vos.
—Te ves diferente —añadió Lulú, sus ojos curiosos fijos en el dije de plata que ahora adornaba el cuello de Tomás.
Tomás sonrió, un raro destello de alegría en su pecho. Subió al auto con un salto ágil, sus patas firmes sobre la chapa.
—Chicas… necesito contarles algo que pasó anoche. Es algo muy grande…
Pero la frase se ahogó en su garganta.
Un sonido sordo. Un crujido de ramas en la arboleda vecina que no era parte de la brisa. Y luego, un rugido grave, seco, inhumano, que les erizó los pelos de la nuca.
De entre los arbustos densos del jardín, una sombra enorme se materializó. Un perro imponente, más alto que cualquiera de ellos, con el hocico cubierto de baba y los ojos clavados en Tomás como un depredador que encuentra a su presa. Era todo músculo, dientes afilados y furia desatada.
—¡Tomás, cuidado! —gritó Blanca, un eco de alarma que perforó el aire.
El perro saltó sin dudar, una mole oscura lanzada directamente hacia Tomás.
Tomás no reaccionó a tiempo. Su mente, aún procesando el horror, se quedó paralizada.
Blanca sí.
Se lanzó como una flecha plateada, interponiéndose entre su mejor amigo y la muerte inminente. Las fauces del perro la atraparon en el aire. Un sonido horrible llenó el patio, un eco macabro que heló la sangre de Tomás: carne desgarrada, huesos crujientes. El perro la sacudió con violencia, luego la arrojó contra el suelo como si fuera una muñeca de trapo rota.
Tomás quedó congelado, su mundo se redujo a la imagen de Blanca en el suelo.
Lulú soltó un maullido agudo y desesperado, un grito que se convirtió en huida mientras se escabullía por una reja oxidada, buscando escapar del terror. El perro giró su cabeza hacia ella, sus ojos inyectados en sangre, pero Blanca, aún con un hilo de vida, emitió un débil maullido de furia, un último acto de desafío. El depredador, desviado, volvió a lanzarse sobre ella, la tomó del cuerpo una última vez… y luego, con la misma brutalidad con la que apareció, desapareció. Saltó la reja con pasmosa facilidad y huyó entre las sombras del vecindario, dejando atrás solo caos, miedo y la quietud helada de la muerte.
Tomás cayó de rodillas, sus patas delanteras flaqueando. Se arrastró con dificultad detrás de una maceta grande, el aire negándose a entrar en sus pulmones. Todo su cuerpo temblaba incontrolablemente. El cuerpo de Blanca yacía a pocos metros, un despojo manchado de sangre, los ojos entreabiertos… pero sin luz. El mundo se volvió un lienzo gris, el tiempo se detuvo, suspendido en ese instante de horror.
Pasaron minutos. Quizás horas. Una eternidad.
La madre del humano de Tomás llegó en algún momento, su voz un grito ahogado de horror. Corrió hacia el cuerpo inerte, tratando de reanimarla, pero ya era tarde. El patio se llenó de llantos, lamentos humanos y un frenético movimiento, pero Tomás no se movía. No podía.
Si hubiera estado atento…
Si hubiera sido más rápido…
Si fuera más poderoso…
Una culpa silenciosa y aplastante se apoderó de él, más pesada que cualquier piedra. Blanca, su hermana de la vida, su compañera de mil juegos, de innumerables atardeceres en los tejados… se había ido. Muerta. Y todo por salvarlo a él.
La reja del patio se abrió otra vez. Su humano, el suyo, llegó con el rostro desencajado.
Tomás no se resistió cuando lo levantó con manos temblorosas. Se dejó abrazar, un peso muerto y sin fuerza, un cascarón vacío de dolor. Su humano lo llevó adentro, lo envolvió en una manta cálida. No dijo nada, no hubo necesidad de palabras. Solo lo tuvo cerca, en silencio, compartiendo el mismo dolor crudo e inmenso.
Y mientras la noche caía sobre el vecindario, envolviéndolo en un manto de estrellas indiferentes, Tomás permanecía en los brazos de su humano, apenas respirando.
Dentro de la casa, el mundo era un murmullo lejano: voces apagadas, pasos apresurados, la televisión encendida como si alguien pudiera distraerse del dolor. Pero Tomás no oía nada. Solo sentía el pulso lento de su culpa y el eco del último maullido de Blanca, clavado como un anzuelo en el pecho.
Afuera, la brisa nocturna agitaba las hojas del limonero con un susurro que ya no era pacífico. Algo había cambiado. El barrio, tan conocido, tan familiar, se había vuelto otro. Más frío. Más antiguo.
Entonces, en lo alto del muro del patio, entre las sombras de un árbol que parecía más alto que nunca, una figura apareció sin hacer ruido. Una silueta felina, de pelaje gris como ceniza y ojos que no buscaban consuelo, sino certezas.
Observó la escena por un largo rato, sin moverse. Sus ojos no se humedecieron. Su cuerpo no tembló. Pero bajo el reflejo blanquecino de la luna, una cicatriz en forma de relámpago cruzaba su costado como una marca de guerra.
No era un recuerdo.
Era su madre.
Y con ella, la sombra de algo más.
Algo que venía desde lejos, arrastrando secretos viejos como la sangre.
Tomás no lo sabía aún…
Pero el precio por seguir con vida acababa de empezar.
