El cuerpo de Tomás yacía inmóvil sobre las chapas frías, aún vibrando bajo el impacto. Su mente era un torbellino de imágenes: el rostro de la gata gris, su mirada fulminante, la cicatriz con forma de relámpago. Todo había ocurrido en segundos. Intentó dar un paso, acercarse, decir algo… pero antes de que pudiera reaccionar, un golpe certero detrás de la oreja lo sumió en la oscuridad.
Silencio. Sombra. Nada.
Despertó cuando los primeros rayos del amanecer tiñeron el cielo de un gris pálido. Un zumbido punzante le recorría la cabeza. Se incorporó con dificultad. El tejado estaba desierto. Las chapas húmedas reflejaban la luz con una palidez inerte. Ni rastro de Bolita. Ni rastro de ella.
—¡Mi humano! —pensó de golpe, como una alarma disparada en su pecho.
Saltó como un relámpago por los techos, bajó por la reja oxidada y cruzó el patio con el corazón enloquecido. Sabía que no podía llegar tarde. Su doble vida colgaba de un hilo cada noche, y esta vez ese hilo se había tensado hasta el límite.
Cuando ya trepaba la ventana del baño, lo vio.
Su humano, caminando por la vereda, regresando del turno nocturno. El sol apenas se asomaba, y en su rostro cansado se dibujó una extraña expresión. Frunció el ceño, entrecerró los ojos, y se detuvo frente al árbol del fondo. Algo en lo alto le llamó la atención.
—¿Lola...? —susurró. No fue un nombre: fue un recuerdo vestido de voz.
Tomás también miró. Y allí, sobre una de las ramas, vio una silueta. Delgada. Grácil. Inmóvil. Su corazón dio un vuelco.
—¿Me estuvo siguiendo...? ¿O protegiendo?
El momento fue apenas un parpadeo. Tomás se deslizó por la ventana, corrió directo a la cama, dio una vuelta sobre sí mismo y se dejó caer. Respiraba agitado, pero su cuerpo fingía calma. Cuando su humano entró, lo encontró allí. Tibio. Inocente. Como si no se hubiera movido en toda la noche.
—Hola, dormilón —dijo con una sonrisa, mientras servía la comida fresca y cambiaba el agua—. Esta mañana... me pareció ver a tu mamá. Igualita.
Tomás lo observó desde la cama. Parpadeó lento. Fingía desinterés. Pero su pecho latía como tambor. ¿Mamá? ¿Realmente fue ella? ¿Por qué lo noqueó? ¿Por qué apareció justo ahora?
El humano pareció recordar algo, y volvió con una pequeña caja de cartón decorada con peces.
—Casi me olvido. Te conseguí esto. Lo vi en una feria y pensé en vos.
Abrió la caja. Dentro había un collar de cuero suave, ajustado a su medida. En el centro, colgaba un dije metálico: un relámpago plateado. Exactamente igual a la cicatriz de aquella gata.
Tomás se quedó inmóvil. El símbolo brillaba con la luz del amanecer.
Una señal. Un presagio. Un llamado.
—Te queda perfecto, campeón —dijo el humano, colocándoselo con cuidado—. Ahora sí pareces un gato de leyenda.
Tomás no podía apartar la vista del relámpago. Algo en su interior se removía. Como si el pasado, al fin, despertara.
Esa noche, los tejados no lo verían pelear.
Lo verían buscar la verdad.
