Algunas palabras tienen forma de semilla.
Se dicen al pasar, sin pensar demasiado, y sin embargo crecen. En el pecho, en la memoria, o en el silencio de alguien que necesitaba justo eso: ser visto, ser nombrado con ternura.
Un piropo —de esos que no lastiman ni invaden— puede ser un regalo humilde. No por lo que dice, sino por lo que detiene.
Por ese momento breve en el que alguien se anima a decir: “te vi”.
Porque hay piropos que no buscan conquistar, sino reconocer.
Que no rompen el ritmo de quien camina, pero le ofrecen un compás distinto.
No todos saben decirlos, y no todos tienen que hacerlo.
Pero si alguna vez sentís ganas de lanzar al mundo una frase bonita, que vuele sin exigir respuesta… hacelo.
Decirle a alguien que se ve radiante.
O que tiene una sonrisa que parece hogar.
O que su manera de caminar tiene algo de canción.
Y si no hay nadie cerca, decítelo a vos.
Porque a veces uno también merece un piropo, aunque sea martes y todo parezca rutinario.
Hoy respirá con palabras suaves.
De esas que no interrumpen… pero acompañan.
