Las opiniones. Esa especie de palabra mágica que algunos consideran escritura sagrada, como si cada pensamiento que brotara de sus mentes viniera directo de la montaña, tabla en mano.
Ni Moisés se la creía tanto, siendo honestos: no eran sus ideas, eran las del jefe. Y como todos los que repiten sin pensar, Moisés también fue un poco chupamedias.
El problema no es tener opiniones, sino creer que son el final inmutable de toda discusión. Las opiniones, como las creencias, deberían estar hechas para ser cuestionadas. Para vivir. Para mutar. Para evolucionar.
Pero claro, es infinitamente más cómodo tallarlas en piedra —o en adamantium, si uno tiene el presupuesto de un superhéroe— que admitir la posibilidad de estar diciendo una sarta de pavadas.
Nada grita "tengo razón" con más fuerza que repetir "es mi opinión" con ese tono de contrato blindado, como si fuera un chaleco antibalas contra la lógica, el debate o el sentido común.
Y eso me lleva directamente a mi tío Alberto.
Mi tío opinaba fuerte. Para él, el café con hielo era cosa de tecnócratas, hipsters y gente new age.
Yo intentaba explicarle que estaba mezclando categorías como si fuera un licuado de prejuicios, pero fue entonces cuando apareció un amigo de la familia, el Tano Manco. No era tano ni le faltaba una mano, pero el apodo se le había pegado como chicle. ¿Lo habría heredado de alguna gesta ignota? De cualquier manera, el Tano le espetó a mi tío que era un desubicado, que no sabía tomar café.
El tío Alberto, vaso de vino en alto, le respondió con un tono que pretendía ser épico, digno de William Wallace:
"¡Escuchame bien, es mi opinión! Si querés, rompemos botellas y lo resolvemos a lo hombre."
Y, créanlo o no, una vez lo hizo.
El asado familiar y de allegados —esa tarde de risas, humo y vasos llenos— terminó con un duelo a muerte con botellas rotas. Clásico, pensándolo bien, de esas jornadas donde ya llevábamos cuatro horas de copas.
Por suerte, los menores estábamos a salvo adentro, jugando Doom en la Play. Una actividad mucho más sana.
El Duelo de Botellas Rotas
La escena era una mezcla patética y triste de absurdos. Entre gritos guturales e insultos que volaban como proyectiles invisibles, mi abuela, con esa inocencia que solo da la edad o la confusión, preguntaba una y otra vez:
"¿Qué hacen esos dos?"
Un primo, con una calma espeluznante, respondía con sorna:
"Creo que es un duelo a muerte..."
Y el abuelo, ya en otra dimensión etílica, asentía lentamente, con la mirada vidriosa, repitiendo:
"Así es. Un duelo. A muerte. Con botellas rotas."
Su voz arrastraba las palabras, más cerca de dormirse en la silla de jardín que de hacer algo para detener el esperpento.
En el centro de ese improvisado circo familiar, el tío Alberto y el Tano Manco se movían con una falsa bravura. No se llegaban a pegar. Era un ballet torpe de amagues y fintas, cada uno levantando su botella partida como si fuera una cimitarra oxidada, los cristales astillados reflejando los últimos rayos del sol.
Los movimientos eran lentos, pesados, más por la borrachera que por alguna técnica marcial. El crujido del césped, los pasos erráticos, el sonido hueco de los intentos fallidos de golpe… todo contribuía a esa tensión absurda, esa sensación de que en cualquier momento podía pasar algo realmente estúpido.
Y pasó. Pero no como esperábamos.
Los perros del vecino, completamente ajenos al drama humano, se soltaron del encierro y entraron en escena como si fueran los verdaderos protagonistas.
El tío Alberto y el Tano Manco salieron más mordidos que convencidos.
La lección:
Si van a opinar, opinen.
Pero no se batan a duelo a muerte con botellas rotas.
Al menos no sin tener las vacunas al día.
O sin conseguir un par de perros guardaespaldas.
