El rincón de la mediocridad: Entre odiadores y cosas peores


Los odiadores, esa raza nacida de redes sociales, del desencanto, la envidia, de los oscuros recovecos de la mente humana. Acumuladores de odio.

Yo no vengo a señalar, menos con un dedo inquisidor lleno de superioridad moral de Temu. Para eso están los que buscan chocar contra ellos en un sistema que parte del odio al otro, al diferente, al que el dios Estado —o su primo con déficit de atención, el ámbito mediático— aplauden en esta suerte de circo que llamamos Tierra en el 2025.


Odiar, amar y respirar son cosas humanas, de las que el tiempo y la experiencia nos enseñan, como caminar.

Hay quienes dicen que el hombre no nace con odio, que el odio se contagia; entonces el amor también. No creo que sea tan simple: las emociones humanas nacen desde la química cerebral hasta de las cosas que aprendemos. El odio, esa manifestación de ira que depende de algo —ese algo que a veces son enseñanzas, ejemplos, frases heredadas— te enseña a odiar desde chico.

Aprendés a odiar desde la experiencia, o simplemente odiás porque lo diferente te incomoda, y eso ya es una cuestión en sí misma.


Yo no vengo a decir que no tengo odio en el corazón, como si fuera Jesús el bueno. Ese señor es un ideal que, irónicamente, muchos usan para justificar el odio, aunque su mensaje era el opuesto: el del amor.

Pero ¿qué podés esperar de gente que se toma literal cosas como la forma de la Tierra, la edad de la misma o el número exacto de animales en un arca imaginaria? Todo sea por defender su ideal incorruptible.

Porque los ideales —más que las personas— generan odio. Y el odio, te guste o no, mueve cosas.


Guerras. Hambrunas. Fortunas hechas a partir del odio.

Odio al color distinto, al que siente diferente, al que ama diferente, al que piensa diferente.

Venimos de décadas en las que el odio nos llevó de la mano. La carrera espacial no fue un paseo romántico bajo las estrellas; fue una guerra simbólica con cohetes, eslóganes y tiburones de ambos lados.

Y así como vuelven los pantalones nevados o el 3D cada 30 años, estamos en una etapa donde el odio está otra vez de moda.


Que la inclusión, que el conservadurismo, que la religión. Todo vale para odiar.

Ya no importa la empatía; total, odiar es más fácil.


Me encantaría meter chistes ahora, o alguna anécdota del tío Alberto en la Navidad del 97, pero así como me gusta desdibujar la realidad, sé que hay momentos para hablar en serio. Sobre todo cuando se empieza a atacar algo tan frágil como la esperanza.


Porque sí, la semana pasada fui a ver, el día del estreno, la nueva entrega de uno de mis superhéroes favoritos: Superman.

Y no, no es el símbolo de lo que se supone que es Estados Unidos. Ese discurso progre que no lee cómics y opina igual no va.

Superman es un inmigrante ilegal, un boyscout con poderes, más cerca del ciudadano de a pie que muchos políticos y progres. Superman es esperanza.



Hace unos años cambió su frase: del clásico "Verdad, justicia y el modo de vida americano", pasamos a "Verdad, justicia y un mejor mañana".

Y en realidad siempre fue eso. Desde hace 90 años. Desde sus primeras andanzas.

Superman no es dominación: es empatía. Es la idea de que toda vida merece vivir.


Pero los fans, los nuevos fans, no entendieron lo que es la esperanza.

Para ellos, Superman es de acero oscuro, musculoso y atormentado, como en 2013, cuando Zack Snyder trajo su versión más emocionalmente rota del personaje.

Un Superman que grita “Marta” como si eso fuera suficiente para frenar a un Batman con traumas y presupuesto.

Y sí, Henry Cavill parecía el definitivo, pero el problema no era él. Era que esa versión fue concebida como demasiado buena para una sociedad que ya no cree en lo bueno.


Entonces, ese Superman también murió. Dos películas después. Porque el amor vende menos que el odio.


Y así empezó la guerra de versiones.

"Este no es mi Superman", dicen. Y lo dicen con bronca, con desprecio.

Defienden su Superman como se defienden los prejuicios: con uñas, dientes y argumentos sacados de una sala de Reddit.


Mientras tanto, los que crecimos con Christopher Reeve, o con la serie animada de los 90, seguimos creyendo que Superman no era perfecto, pero era lo más cercano a la esperanza que nos dejaban tener.


Eso es el odio: defender tus prejuicios aunque el mundo cambie.


Y si algo hacemos bien los humanos, es eso.

Odiar. Odiar con estilo, con sarcasmo, con hashtags.

Y mientras no podamos ver más allá de nuestras convicciones, el juego será el mismo: si estás de mi lado, estás bien. Si no, prepárate para que te odie.


La moraleja es simple (y dolorosa):

Amemos un poco más y odiemos menos.

Tal vez así, solo tal vez, empecemos a odiar menos cosas.