El Contador de Historias: La que Corre


Era una mañana de otoño en la ciudad. Las luces de la calle comenzaban a apagarse en una sucesión en cadena, mientras los primeros rayos del sol se entremezclaban con un cielo aún vibrante. Este cielo, particularmente oscuro al principio, era tenuemente iluminado por la luz, como un recién nacido dando sus primeros pasos.

Soy el dios de las historias y las almas perdidas. En mi parque, mis felinos acompañan a aquellos que están extraviados y no encuentran el camino. Estas son sus historias, contadas entre luces y sombras.

Mi parque, que es el corazón de mis historias, no siempre permanece en el mismo lugar. En un tiempo lejano, el viejo mundo, incluso antes de la cuna de la vida, fue su hogar. Pero de vez en cuando lo traslado a nuevos sitios, allí donde mis historias acontecen. Esta en particular, habla del corazón y la valentía.

El ejercicio era la actividad favorita de Micaela. Todas las mañanas salía a correr; cada paso la acercaba más a una meta que, tal vez, no tenía un final. Ella era una mujer alta, de piel pálida como la nieve, y su cabello era oscuro como el pelaje de las panteras. Pero no todo lo que brilla es oro: su mirada era la de alguien que lo había perdido todo. Sus padres habían muerto cuando ella se recibió de veterinaria en el extranjero. Hija única, su trabajo demandaba horas interminables. Su especialidad era la cirugía, y muchas veces no pudo salvar esas vidas que no le pedían nada a cambio, pero que lentamente fueron desgastando su espíritu. Amante de los animales, llevaba ese amor como una forma de llenar el vacío en su corazón, quizás alejando a amigos y personas. Pero su gran alivio era correr. Lo hacía desde pequeña; le recordaba a sus padres, quienes siempre la apoyaron en su juventud, ya que corriendo consiguió su beca en el extranjero. La culpa de no estar cuando la fría mano de la muerte pasó por su familia le recordaba que debía seguir corriendo y nada la detenía; incluso exhausta, seguía y seguía.

Mis emisarios son sabios y todas las mañanas ella pasaba por el parque donde ellos la veían, corriendo, como escapando de su realidad. De vez en cuando se acercaba a alguno de mis ojos, de mis instrumentos, lo acariciaba, a veces les dejaba comida y seguía su paso. Pero entonces vi una mancha, una mancha sobre ella que se expandía, como un agujero negro, absorbiendo toda la luz. Entonces, aunque no suelo intervenir en las historias, moví una mariposa, lo que cambió vidas.

Ya era el mediodía y, mientras Micaela corría, una mujer entró al parque y arrojó una bolsa con pequeños cachorros a un lago. ¡Una camada entera de mis ojos! El corazón de Micaela empezó a doler. Micaela corría como siempre, pero un dolor punzante como dagas la hizo parar. Se mareó, sabía que algo andaba mal, pero en ese momento, viendo hacia el lago, lo vio: vio a esa mujer tirando una bolsa al lago y, aunque el corazón le dolía, sintió más allá del dolor que algo no estaba bien. Se acercó a la orilla y, mientras lo hacía, con el dolor más agudo, vio la bolsa. No lo dudó: saltó al agua y nadó. Aunque el lago era pequeño, era profundo desde las orillas. Ella se sumergió en el helado y oscuro verde del agua otoñal, encontró la bolsa, la tomó y trató de llevarla a la superficie. Su corazón latía con dolor y cada latido era un frío recuerdo de las vidas que no pudo salvar, pero también una nueva fuerza para salvar esas vidas. Con una inmensa fuerza de voluntad, logró acercarse a la orilla. Algunas personas que la vieron saltar de lejos fueron en su ayuda. Ella sacó la bolsa y de su interior había cinco cachorros; los cinco, aunque mojados, respiraban. Ella los salvó. Y mientras las personas que se acercaron los tomaban en sus manos y llamaban a emergencias, ella se desplomó con una sonrisa. Su corazón se había detenido antes de salir. Con sus últimas fuerzas logró salvar a esas almas y, en cierta manera, salvó la suya, que ya no tenía oscuridad; era una luz que ascendía al cielo...