La noche había caído sobre la ciudad como una manta pesada y gris. Las nubes cubrían el cielo, apagando la luz de la luna. Solo algunos destellos lejanos de los postes callejeros lograban iluminar los techos oxidados y húmedos de la manzana, convirtiéndolos en un mosaico de sombras danzantes.
Allí, como cada noche, los gatos se reunían en silencio, formando un círculo irregular sobre el techo de chapa corrugada. El leve tintineo de una lámina suelta era el único sonido, roto por el roce constante de las garras. Entre ellos, en un árbol que se alzaba majestuoso cerca del tejado, Tomás entrenaba. Sus garras rasgaban la corteza áspera del tronco con una furia controlada, mientras Bolita, su viejo mentor, lo observaba con sus ojos amarillentos, que parecían contener la sabiduría de siglos.
—Tienes fuerza, Tomás —le dijo Bolita, con una voz rasposa que apenas se distinguía del susurro del viento mientras afilaba sus propias garras contra una piedra lisa—. Pero eso no es suficiente cuando enfrentas lo desconocido. Existen técnicas… prohibidas… técnicas de garras que solo unos pocos han usado. Yo fui uno de ellos.
Tomás detuvo su frenético entrenamiento, las patas tensas, y lo miró curioso. El viento susurraba entre las hojas secas, llevando consigo un eco de secretos.
—¿Por qué son prohibidas? —preguntó, su voz un murmullo de anhelo por el conocimiento.
—Porque dejan cicatrices... no solo en el cuerpo, también en el alma. Desgarran la oscuridad, sí, pero te cambian para siempre. Usé una de ellas contra un enemigo formidable —dijo Bolita, bajando la mirada hacia la oscuridad de las calles, su expresión endurecida por un recuerdo doloroso—. Esa noche… esa pelea... nadie quedó igual. La marca que dejé en aquel ser… la marca que me dejó a mí…
—¿Ese enemigo… era fu…? —alcanzó a decir Tomás, pero fue interrumpido por un rugido gutural desde el tejado, un sonido que cortó la tensión como una cuchilla.
—¡Tomás! ¡Es tu turno! —gritó un gato más joven, desde la cornisa, su voz llena de expectativa.
Sin tiempo para pensar más en las sombras del pasado de Bolita, Tomás bajó del árbol con una agilidad sorprendente y se dirigió al centro del techo, donde todos esperaban ver su próxima prueba. Pero lo que vio lo hizo frenar en seco, sus patas traseras derrapando sobre el metal.
No era un gato.
Eran cuatro ratas gigantes, del tamaño de gatos pequeños, sus cuerpos cubiertos de pelo ralo y sucio, y sus ojos rojos encendidos por el hambre y una violencia primigenia. Las hermanas Tmratas, como se las conocía en los callejones, famosas por merodear las alcantarillas y cazar gatos incautos que se aventuraban demasiado lejos. Eran una leyenda urbana, una amenaza real.
—¿Me están poniendo a prueba… o quieren matarme? —pensó Tomás, apretando los dientes, sus músculos tensos, evaluando el peligro.
Las ratas atacaron al unísono, no como bestias desorganizadas, sino con una coordinación depredadora. La primera se abalanzó, sus dientes amarillentos chasqueando en el aire. Tomás esquivó por poco, su cuerpo un borrón. La segunda, más astuta, intentó flanquearlo. Arañó a la tercera en el lomo con una velocidad felina, pero el impacto de la cuarta le raspó el costado con un zarpazo profundo, dejándole una punzada de dolor y un rastro oscuro en su pelaje. El círculo de gatos rugía de emoción y expectación desde los bordes, su propia sangre encendida por la lucha.
—Recuerda las palabras de tu mentor... —se repitió, mientras giraba sobre sí mismo, aprovechando el impulso de las ratas para usar una patada doble explosiva, enviando a dos de ellas a estrellarse contra una chimenea cercana con un golpe seco. La que lo había herido volvió a la carga, intentando morderle la pata, pero Tomás la evadió con un salto rápido, aterrizando sobre el lomo de otra. La rata chirrió, intentando sacudírselo.
No podía usar técnicas prohibidas. No todavía. No como su mentor, que había advertido sobre las cicatrices. Debía ganar esta pelea con su instinto. Con lo que Furia le habría enseñado: la astucia, la agilidad, la precisión en cada golpe.
Una a una, fue dominando a las ratas con inteligencia, reflejos y estrategia, transformando el tejado en su propio campo de batalla. Esquivó una mordida que le habría arrancado la garganta, contraatacó con una serie de arañazos rápidos que obligaron a una rata a retroceder aullando. Su respiración era agitada, sus músculos ardían, pero su mente estaba clara, enfocada en la supervivencia y la victoria. Finalmente, con un último y certero golpe en la base del cráneo, se paró sobre el cuerpo vencido de la última, jadeando, con la mirada encendida de triunfo y un rastro de sangre en su pata. El tejado estalló en maullidos de celebración, los gatos se acercaban, listos para felicitarlo.
Pero entonces, el silencio cayó como un rayo, más espeso que la oscuridad.
Una sombra descendió del cielo. No cayó: aterrizó. Silenciosa, firme, sin el menor crujido. Una figura felina, de pelaje gris oscuro que brillaba con un reflejo metálico bajo la tenue luz del alumbrado. En menos de un segundo, la gata se movió con una velocidad imposible, una danza mortal. Con un solo giro, una serie de movimientos que apenas se podían seguir, rompió el cuello de las cuatro ratas en una secuencia tan rápida que la sangre apenas tuvo tiempo de salpicar. Era definitiva, casi elegante, una exhibición brutal de poder.
Los gatos retrocedieron, algunos maullando en voz baja, temerosos. Tomás no pudo moverse, sus patas parecían clavadas al techo.
Ella se giró lentamente, sus movimientos fluidos, y lo miró. Sus ojos grises brillaban como cuchillas afiladas en la penumbra. Su cuerpo tenía el porte implacable de una experta cazadora, cada músculo definido por la fuerza, y en una de sus patas delanteras, destacaba una cicatriz inconfundible, una que Tomás había visto en sus sueños y recuerdos más difusos.
Un relámpago, no en el cielo, sino en su memoria.
Tomás dio un paso hacia atrás, el impacto de su aparición y su rostro desconocido, pero extrañamente familiar, lo golpeó con fuerza. La voz no le salía, pero su corazón rugía con una fuerza ensordecedora en su pecho.
—¿M… mamá?
Ella no dijo una palabra. Solo lo miró, con una mezcla inescrutable de reconocimiento distante y una advertencia implícita en la profundidad de su mirada. La escena se congeló.
Y así, en el silencio absoluto del tejado, bajo la atenta mirada de los gatos asombrados y el eco de su propia pregunta sin respuesta, terminó la noche de las garras.
