Era un día tranquilo, con el sol brillando suavemente y el viento que traía un fresco aroma a hierba. Tomás, como siempre, estaba en su lugar favorito, junto a la ventana, observando el mundo exterior mientras su humano preparaba el desayuno. Aunque prefería la calma de la noche, no le desagradaba pasar el día descansando, disfrutando de la compañía de su humano. Hoy, sin embargo, algo era diferente. Había una energía especial en el aire.
El humano de Tomás salió al patio, y, como era costumbre, Tomás lo siguió. En el jardín, la madre del humano estaba sentada en una silla, disfrutando del sol. A su lado, había una gata completamente blanca, que Tomás conocía bien: Blanca, su mejor amiga.
Blanca era elegante, con un pelaje blanco como la nieve y unos ojos azules que reflejaban la luz del día. Desde pequeños, ambos se habían hecho inseparables, compartiendo secretos, historias y, por supuesto, luchas imaginarias. Aunque Tomás tenía su vida nocturna de luchador, Blanca siempre había sido su compañera de juegos diurnos, el vínculo inquebrantable de una amistad que no necesitaba palabras.
Hoy, Blanca no estaba sola. Junto a ella había una gata nueva, una gata que Tomás no reconocía. Tenía un pelaje casi completamente blanco, salvo por la cabeza, que era atigrada, con los mismos colores que los de Tomás: una mezcla de tonos cálidos que se desvanecían en su cuello y espalda. Sus ojos, de un verde brillante, miraban con curiosidad y algo de timidez.
Tomás, al verla, sintió una chispa que lo recorrió de la cabeza a la cola. Era como si algo en su interior hubiera despertado de golpe. Nunca antes había sentido algo así por otra gata. Decidió acercarse, su mirada fija en la nueva gata, sin poder evitar que su corazón latiera más rápido.
—¿Quién es ella, Blanca? —preguntó Tomás, sin poder disimular su interés.
Blanca, con una sonrisa en los ojos, se acercó a su amigo y le dijo:
—Esta es Lulú, la nueva amiga de mi humana. Lulú, él es Tomás. Es un buen amigo mío, casi como un hermano.
Lulú levantó la mirada, y sus ojos se encontraron con los de Tomás. Fue un momento fugaz, pero la conexión fue inmediata. Ambos se miraron en silencio, y Tomás sintió que el mundo se detenía por un segundo.
—Hola, Tomás —dijo Lulú con una voz suave y melodiosa—. Mi humana es muy buena. Espero poder quedarme con ella, ya que mi anterior humana me abandonó. No es fácil, pero ella me dio una segunda oportunidad.
Tomás, con el corazón palpitante, se acercó y le acarició suavemente la cara con su cabeza, en un gesto de bienvenida y comprensión.
—No te preocupes, Lulú. Aquí serás bienvenida, y no estarás sola. Eres parte de la manada ahora.
Blanca, al ver cómo se conectaban, sonrió y decidió darles espacio.
—Voy a dejarlos solos un rato —dijo—. Tienen mucho que conocerse.
Tomás y Lulú se quedaron en el jardín, disfrutando de la tranquila tarde mientras comenzaban a hablar. Lulú le contó más sobre su vida, de cómo había sido abandonada y de cómo su nueva humana le había dado un hogar lleno de cariño. Tomás le habló de sus luchas nocturnas, de sus sueños y de la conexión que sentía con la manada de gatos de la ciudad.
El sol comenzaba a ponerse, y la calidez del día se mezclaba con una frescura que anunciaba la llegada de la noche.
Tomás llevó a Lulú hasta su rincón secreto: la cima del muro del jardín, donde el mundo parecía detenerse por un instante.
Subieron en silencio. Tomás la ayudó con un salto preciso y elegante. Una vez arriba, ambos se quedaron quietos, con las patas delanteras apoyadas en la superficie rugosa, observando cómo el sol se hundía detrás de los tejados.
Lulú dejó escapar un suspiro suave.
—Nunca había visto algo tan bonito desde tan alto —dijo.
—Yo vengo aquí cuando necesito recordar quién soy —respondió Tomás, con la voz más baja de lo habitual.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era un entendimiento tácito. Las palabras sobraban.
Lulú rozó su costado con el de él, y Tomás sintió que su pelaje temblaba, no por el frío, sino por algo más profundo. Por primera vez en mucho tiempo, su corazón no estaba preparado para una pelea… sino para quedarse.
Desde abajo, el mundo seguía girando. Pero en ese instante, en ese muro compartido, no había pasado ni futuro. Solo dos almas en calma, encontrándose justo antes de que cayera la noche.
