Mi nombre es Daniel Da Roza y rezo cada día al de arriba para que no lleguen audios largos. Yo, con mi fe inquebrantable, uso la opción de transcripción; es una suerte de adivinar si la IA a cargo está trabajando o si se pone fantasiosa, cosa que a veces es mejor que tener que escuchar relatos de dudosa índole. Es un poco como abrir una caja de Pandora digital: nunca sabes si te espera una revelación divina o la biografía no autorizada de la vida de tu tía.
Recuerdo los días, hace eones, cuando hacía estas columnas a las cuatro de la mañana en un trabajo que me daban ganas de salir en las noticias. Hoy, sigo con el trabajo horrible, pero hago esto a la una o dos de la mañana (que estoy en mi casa con el gato y son las dos de la tarde). No lean el entrelíneas, son las 2:45. En fin, estaba revisando los audios de esta semana, los dos mensajes que tengo, y pucha, la gente me conoce y no me manda un pódcast, como mucho una canción de los Ramones.
Pero hay gente que se merece un lugar en el infierno con audios de más de quince minutos. Esa gente son podcasters frustrados o youtubers de clóset. ¿Cuántos en el clóset?
Y es que "la vida virtual" no es solo un espacio metafórico; a veces parece una sala de espera llena de audios de WhatsApp. Esos audios kilométricos son el equivalente moderno a la llamada sorpresa de un vendedor de enciclopedias, pero sin la posibilidad de colgar. Son la banda sonora de la procrastinación ajena, el eco de historias que nadie pidió, la manifestación sonora de la pereza de escribir un simple mensaje. Seamos sinceros: si la historia requiere más de un minuto de tu voz, quizás merezca un café y una conversación real, no un monólogo grabado para que el resto de los mortales intentemos descifrar entre ruidos de fondo y pausas dramáticas que, aunque las amemos, son un dolor de entrepiernas.
Lo peor es que estos emisores de la palabra hablada sin filtro no entienden el concepto de eficiencia. Para ellos, WhatsApp no es una herramienta de comunicación rápida, sino un estudio de grabación personal. Se sienten en el derecho de contarte hasta el más mínimo detalle de su día, de sus sueños frustrados, de la receta que les salió mal, como si tu bandeja de entrada fuera un diván de terapia gratuita. Y uno ahí, con la vida pasando, tratando de que la IA no confunda "un metro de encaje negro" con "que te encaje... (Ustedes ya saben cómo sigue)" en la transcripción, mientras uno se termina preguntando si realmente necesitamos saber tanto de la vida del otro sin previo aviso. Es una tiranía silenciosa, una imposición auditiva que nos empuja, sin darnos cuenta, a ese rincón de la mediocridad donde la paciencia se agota y el dedo tiembla sobre el botón de eliminar. En fin, el próximo rincón estará especialmente mejor porque ¿lo nuevo siempre es mejor?

